Cora Cora

Una vez llegué a trabajar a Puquio, era difícil, muy difícil establecer un proyecto de desarrollo en una zona rural especialmente deprimida, con ingresos prácticamente inexistentes y una economía de trueque y autoconsumo.
Producían maíz, papa, muy poco. Ocurre que Puquio también es el lugar donde se desarrolla Yawar Fiesta, la novela de José María Arguedas pero entonces no lo sabía. Con el tiempo, perseguí su huella y una vez estuve frente a un muro derruido y todos decían que ahí había vivido José María, era en un pueblo que se llamaba Sondondo, así que me senté en el muro, fumé un cigarro y sentía también de algún modo una ausencia, sin que pudiera precisar si esa ausencia era la del propio José María. Creo que no.

Los días pasaban y un buen día enrumbamos a Saisa pero no sabíamos el viaje que íbamos a hacer. Para empezar, muy pocos en Puquio tenían idea siquiera que existiera un pueblo que se llamaba Saisa. Así que fuimos en un camión de los destartalados que tienen ese traqueteo tan peruano y atravesamos Pampa Galeras, no Pampa Galeras rumbo a Nazca sino Pampa Galeras cruzada de otra forma, en un camino que más que camino son las huellas que han ido dejando las llantas. Ya sabes, las gráciles vicuñas miraban con sus grandes ojos y después rompían a correr con sus movimientos tan lindos y elegantes.

Cruzamos Pampa Galeras rumbo a Saisa y ya no volvimos a ver ni muchas casas ni gente y menos en la ruta supimos si había otro auto que hubiera pasado antes o después de nosotros. Era una mañana de espléndido sol y con el pasar del día había algo silencioso que se fue apoderando del camión, añadido al motor recalentado. Atravesamos un bosque de piedras lunares, blancas,
inmensas, nunca había visto un bosque de piedras semejante. La sierra del Perú, inexorable y remota. No tengo idea que alguna persona que conozco sepa de las piedras rumbo a Saisa, me parece que nadie tiene la más puta idea que exista ese lugar, ese bosque, pero era para pasarla arrinconado como una vizcacha, yendo de tumbo en tumbo días de días en ese bosque.
El asunto es que luego de un viaje largo llegamos a Saisa. Sorprendente. Era el último pueblo imaginable, porque uno podía detenerse a mirar hacia la costa y todo era una planicie blanca, arena blanca extensa, extensa por todos sitios, era digamos, el último pueblo de la sierra, y después sólo quedaba el desierto. Cosa curiosa, los niños llevaban esclavas de oro, las mujeres pectorales de oro. Toda la zona de Saisa estaba asentada sobre restos arqueológicos de la cultura Nazca, y cuando te invitaban a almorzar te servían en bellas vasijas que tenían pájaros granates de grandes picos.

Saisa. Y ahora recuerdo otra vez a José María (Arguedas) cuando está en el colegio de Abancay y el Mark'aska habla con él, y le presenta una chica de 14 años y José María recuerda cuando estuvo en Saisa, tenía apenas 8 años y se enamoró de una niña, y el parecido que tenía la adolescente que le había presentado el Mark'aska lo deja aturdido, y va corriendo al río y todo es un agolpamiento de emociones y se recuesta en el prado, como si la vida toda fuera un poema, y una confusión de hojas y ramas de queñual, pisonayes y el agua del río. Y lo singular es que en Saisa había una plaza como en todo lugar del Perú, y en esa plaza, en su centro, una pequeña prisión. La cárcel del pueblo estaba en el centro de la plaza. Y la cerradura de la reja andaba mal y así era una prisión que nunca encerraba del todo a quien hubiera cometido algún "desaguisado". Pasaba que quien entraba en la cárcel (por haberse emborrachado mucho y pegarle a su mujer por ejemplo), generalmente tenía tal vergüenza que ni pasaba por su cabeza escaparse, a pesar que siempre la puerta estaba abierta.

Pero salimos de Saisa y la cosa de nuevo tuvo ese horizonte solitario y pleno, y fuimos rumbo a Cora Cora. Ya que los proyectos de desarrollo, trabajar en eso, no es precisamente una gran opción económica, cuando estábamos yendo a Cora Cora llevábamos varios días sin comer, y a la
llegada a Cora Cora todo era una especie de remolino cansado en mi mente. Remolino porque el pueblo estaba patas arriba: había una corrida de toros y era la fiesta patronal. En vista de ser un visitante, el alcalde me invitó a sentarme en el palco. Habían traído un torero de Lima, así que todo era un acontecimiento. Cora Cora era un acontecimiento. Y fui al palco. Me siento y veía a las autoridades del pueblo, risas, alboroto, el torero se acerca y le avienta la montera a una mujer muy bella que estaba en jeans, una turista. Y de pronto comienzan a pasarme la cerveza y empiezo a tomar cerveza, luego mote, otra vez cerveza, y otra vez mote (maíz hervido y desgranado), y entonces después de tantos días sin comer con la cerveza todo comenzó a cambiar de color, los rosados eran más rosados, la colorida vestimenta indígena era más colorida de lo que ya de por sí es, y todo comenzó a volverse un espectáculo psicodélico y me salía una risa idiota de los labios, y un mareo perverso comenzó a hacer girar las cosas, rarezas de la percepción, porque el toro se alejaba y se alejaba sin descanso, y la gente gritaba Ole Ole Ole y esas cosas que gritan en las corridas de toros.

El asunto es que pronto me desvanecí. Tuve suerte: caí sobre la banda de música que siempre está bajo los palcos. Caí sobre la banda de música como una estrella de rock. Al caer hubo un murmullo general en la plaza, y todos voltearon a ver qué había pasado. Lamentablemente, también el torero volteó a ver qué había pasado, y en ese mismo instante el toro acometió y se llevó consigo al torero. Eso me lo contaron luego. Pero cuando desperté estaba en una habitación oscura, y a un lado estaba el torero ensangrentado.
Quizás esté mal que lo diga pero me dio risa. Y cuando llegó la ambulancia, como era la única ambulancia del pueblo y sólo cabía una persona, se llevaron al torero y me dejaron botado en esa habitación oscura. Tampoco sabía que la gente andaba muy molesta conmigo porque era un torero de Lima y a la alcaldía le había costado traerlo a Cora Cora. Así que salir del pueblo se empezó a poner complicado, pero al fin lo hice, no supe de la suerte del torero. Andar por el Perú tiene esta cosa impertinente de vivir demasiado, y reírse y llorar, y echarse a jugar con los chanchos en la mañana despejada.

No sé porque extrañamente volvió a mi esa mañana en Sondondo, frente al muro derruido, y repentinamente tuve presente no al propio José María, sino a su padre, que era un maníaco depresivo de esos que explotan de júbilo y vida.