Mi tío el recovero

En el tren que le bajaba todos los miércoles con su tío el recovero al mercado de la capital de la comarca, transhumaban también muchas vendedoras adormiladas sobre la madera, junto a las capazas de huevos y las jaulas donde amarilleaban los polluelos, y las cestas con gallinas vivas, que iban a vender en el mercado semanal.
Más allá se veía a otras mujeres con barricas de miel, tarros de hierbas medicinales o aromáticas para la cocina, salvia, tomillo, ruda, manzanilla; cajas de tomates en conserva que se hacía en casa, y confituras, y maletas con paños, retales, vestidos y tapetes que más adelante arderían bajo el sol en los puestos. El tren venía de las tierras altas, del esparto, secas como una herida sin sangre, hasta aquel pueblo en donde comenzaba la vega; y por el camino sonreía ya la flor de los albaricoqueros –era marzo o abril- moviendo como una alegría blanca en la mirada ensoñiscada del niño.

Llegaba muy temprano, sobre las siete y media, al mercado. Tenía que ayudar a su tío, primero, a extender y colocar el puesto. Como siempre, debía al principio poner dos piedras en cada extremo de la tienda improvisada, para evitar que otros mercaderes le estrecharan el espacio de su comercio. Y mientras el tío hablaba con el municipal que cobraba la tarifa por la venta ambulante y tío y guardia iban a despacharse un revuelto de ponche y anís seco al bar más cercano, él revoloteaba entre los pollos, ponía la romana, la balanza, las pesas y los platos en su sitio, y se echaba a la boca un caramelo.
Cuando acudían a comprar las primeras mujeres madrugadoras – los puestos de los recoveros estaban siempre al comienzo del mercado – ya venía su tío por la calle, subiéndose hasta más arriba de la cintura el pantalón de pana; con la prisa que se daba (como la primera vez que se le buscó novia en el pueblo) convencía a las señoras de que aquellos huevos eran del día, los huevos más frescos, como de casa. Entonces no se comían si no eran de confianza. “A esta gallina usted le puede hablar”. Su tío era un buen vendedor. Con su pequeña estatura de morisco que venía de una raza de mozos de venta, recordaba las industrias que la familia, en tiempos remotos, había tenido entre aquella capital de la comarca y el mar.
Su tío no se daba aínas en vender. Manoseaba el producto igual que los clientes, a los que invitaba a apreciarlo desde todas las perspectivas. A veces mientras chalaneaba se interrumpía para ponerle un piropo a alguna señora que pasaba. “Preciosa, mira lo que vendo”.
La compradora enlutada que no se decidía aún a mercarle, reía con todas sus ganas y al final se llevaba una docena.
Dejaba a mi tío cuando estaba en el fondo teórico de su explicación, o sea, cobrando a las espectadoras, y me iba corriendo entre los puestos, por el pasillo de calle que no invadían los tenderetes, hechos con cajas y palos de donde colgaban lonas de camión, como porterías de rugby inclinadas unas a otras por el temporal.
Me llegaba yo donde Licio, quien también acompañaba los miércoles a su padre en el mercado. El padre de mi amigo tenía un puesto de zapatos y menormente de hilos y botones para camisa y pantalón. Al principio venía a hacer el mercado en motocicleta, con su cajón de hilos en el asiento de atrás; luego, en un dos caballos furgoneta.
- ¿Qué? ¿Cómo está tu tío el moresco? Licianín, termina de poner bien todos los botones.
Cada fila llevaba un pequeño papelito blanco prendido, con el tamaño y el precio. Cuando se acababa la última fila, mi amigo Licio y yo marchábamos al puesto de churros, con la propina que cada uno había recaudado de sus oficiales. Eran pasadas las ocho y media, y veíamos cruzar a los niños del instituto por una esquina de la plaza del mercado, cerca del puesto del churrero. Nosotros estábamos como de feria todos los miércoles. Habíamos hecho amiga con un niño de nuestra edad, que nos parecía el ser más tonto de la creación. Juan José andaba siempre enamorado. Tenía una bicicleta que a veces nos dejaba para que se la cuidáramos y nos diéramos un paseo.

- Ya está ahí ese tonto de niño.
- Hola, Licio, Luis, eh mi bici, cuidado que le puesto faro nuevo.
Ya se la había arrancado, con jinete incluido, alguno de los dos.
- Joder.
Licio estaba caracoleando con la bici entre las cestas de las mujeres y los montones de retales y ropas tendidos sobre un plástico en el suelo: la moda que vendían los gitanos.
- ¿Sabes cómo se llama?
- María Eugenia.
Juan José me señalaba a una regordeta del instituto, que en ese momento cruzaba en bicicleta, su cartera luciendo fotos de cantantes.
- ¿Y no le has dicho aún nada?
- ¿Cómo le voy a hablar? Tú llevas zapatos, pero yo… Decía Juan José detrás de sus gafas. Tendríamos once o doce años y ya nos habíamos puesto pantalón largo para que nos dejaran pasar en el cine a las sesiones de mayores de catorce, pero los niños seguían calzando zapatillas que se llamaban bambos. Todos, menos yo. Quizá me desquitaba así de mi inferioridad ante Licinio, o por el aquel de sentirme ya otro niño.
Consolaba a Juan José, al que le hacía soñar, y acabábamos riéndonos juntos.

- Eso es una tontería. ¿Sabes dónde vive?
- Sí. Su casa tiene tapia con la de mis primos.
- ¿Y por qué no saltas la tapia y le dices que estás colado por ella?
Era más fácil proponerle a Juan José que saltara la tapia de su amada, que animarlo a que se atreviera a acercarse y hablar a esa niña que iba a su mismo colegio, aunque a la clase de las chicas, claro, separados como estaban los niños y las chicas, aun en el recreo, por una pequeña pareta. Parecía, también, más lógico.

- Ha de ser una tarde que esté sola.
- Vale…
- Te guardo la bici -interrumpía Licio.
- No dámela, que le he arreglado la luz y no quiero que me la roces.
- Buuueno, Juanjo, marica.
- Bocón.

Antes de partir a ocuparnos de nuestros recados, esperábamos a comprar los churros. El churrero, con un brazo salpicado de sudor, movía enérgicamente el rodillo dando holgura a la masa. Luego, echaba toda esa masa ya esponjosa y suelta en un gran recipiente de aceite hirviendo, donde, con unas tenacillas, iba ahogando por partes la rueda, emergiendo y separando sus bordes hasta que aquello se volvía amarillo, marrón y crujiente en el momento en que el humo nos alimentaba los ojos. Un cuarto de churros en un cucurucho de papel basto, sobre el que descargábamos medio tarro de azúcar, valía la mayor de nuestras monedas.

A continuación, comiéndolos, íbamos a hacer los pequeños encargos de nuestras madres o vecinas de mi tío el moresco o del padre de Licinio.
Subíamos por la calle de los salazones donde se veía el bacalao seco colgando de un gancho en los puestos, las bacalás abiertas, el bonito o el biso salado (como el antiguo garum de los romanos), las sardinas ahumadas en sus cajones redondos de madera, y más allá los puestos de encurtidos, aceitunas, olivas de todos los aliños, tápenas, tallos de alcaparras, con el punzante y agradable olor que tanto nos gustaba a los niños, y cuyo sabor nos recordaba el vinagrillo de los huertos, cebolletas, pepinillos, pimientos dulces y picantes, banderillas. Luego los frutos secos, golosinas para la madre o la abuela que disfrutaban repartiéndolas –habas fritas, torraos, avellanas, pipas, almendras menos, cacahuetes; pipas sobre todo, para las tardes de oír los seriales de la radio o, en los últimos tiempos, para las noches de televisión. Volábamos, después, a los puestos de alfombras, ropas, tejidos: había que comprar algún trozo de tela a la hermana o a la tía. Se compraban entonces las telas por metros, para las cortinas, para los trajes de domingo hechos al corte, hechos casi siempre en casa y a veces mandados a cortar a alguna vecina experta que vivía de ello.
Y luego las tiendas de ultramarinos, de conservas, de legumbres, que eran los puestos más grandes, con lonas de camión por encima. Allí comprábamos un kilo de lentejas o de habichuelas.
Pasábamos a la calle de la fruta, las hortalizas, donde, delante de las camionetas en que se transportaban, se vendían los pimientos, las patatas, las peras, los melones grandes, de agua, o los chicos, de año, amarillos y con forma de balones de rugby.
Y volvíamos, otra vez, bajando la cuesta, entre puestos de plantas, macetas, flores y hierbas medicinales y tarritos de miel, a la plaza donde se abría el mercado, y donde estaba el carro de los churros. Entrando en esa plaza estaba el puesto de mi tío, y al fondo la última moda en zapatos.

Para el niño era notable ver que el puesto de su tío no vendía moda: sus productos debían ser del día. En cambio, en el puesto del padre de Licinio, se preguntaba por los zapatos de moda esa temporada. Casi todos eran restos de temporadas pasadas, pero que ese año se veían allí por primera vez. Eran baratos, se los podía llevar el cliente para probarlos y, si le sentaban mal, los podía devolver a la semana siguiente. “Estos zapatos me aprietan aquí”.

- Estos zapatos me aprietan aquí.
- Desahóguelos un poco.
- Pero si ya los he probado tres días.
No acababa de convencer el padre de Licio a una joven ama de casa, que llevaba su bebé en un carrito.
- Luego nos vemos, Licio.
Volvía yo a mis faenas de meritorio de recovero; y mi tío:
- Sabes lo que te digo: que te vagas a estar aquí un rato, que tengo yo que ir a llevar un encargo a cierta señora.
Lo peor que llevaba era la pesa. No aprendía del todo bien el ejercicio de echarme al hombro la pequeña romana y pesar, sujetando a un gancho la cuerda que ceñía las patas del ave. Menos mal que mi tío ya no traía a vender conejos, que se veían cerca en los otros puestos de los recoveros, y palomas y cabritas y pavos por Navidad. De las palomas se hacía un caldo que era mano de santo para la vista. Se regalaban pichones a los enfermos de los ojos: ése era el mejor presente de un familiar a otro, la prueba de que se deseaba ver con salud al pariente. Los pavos sólo se mercaban en las fechas próximas a Navidad.

Como yo había oído de pasada a mi abuela alguna historia sobre mi tío de joven, me quedaba imaginando cosas de él mientras trataba de hacerme con la romana. Una vez, a mi tío, ya solterón, le había buscado la familia una mujer de esta capital, para que se arreglaran. Mi abuela, que tenía algún conocimiento de casamenterías, allá en la posguerra, habló con la chica, y, por lo que sé, un día de mercado mi tío bajo del tren con ropa nueva y el cigarro bien liado en la boca.
Parece que llegaron a tener algunas entrevistas. Mi tío, unas cuantas veces, tomaría por la tarde el tren a la capital, y hablarían, hasta llegar él a entrar al pasillo de la pretendida y hasta estar sentados los dos en el pasillo, sobre unas sillas de anea. No cuenta mi abuela cómo acabó esa historia. Desde luego mi tío seguía, a la fecha, cuarentón y soleto, y con la romana.
- No hay manera, qué invento.
- Échele usted una ayudita al chico, decía compasiva una cliente, y el vendedor de al lado, olfateando a una compradora, acudía a mi apuro.
- A cómo vende los conejos, la señora aprovechaba para preguntarle.
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- Mesmo la hemos hecho buena –mi tío decía siempre mesmo por lo mismo para iniciar una advertencia o una exclamación.
- ¡Andarrapiezo! ¡Que me puedo fiar de ti menos que de criado de ciego! Mi cara de impavidez y de no enterarme lo indignaba más.
- Has vendido güevos de anteayer a la señora ama del cura. Trae aquí.
El moresco echaba en una cesta los huevos frescos que compraba el anochecer anterior, y en otra los de anteayer.
- ¿Y cómo se va a enterar la señora? Preguntaba, ingenuamente, yo.
- Anda, ¡buena es mi madre! Necesita ésa menos de tres días para resucitarse aquí y estamparnos las trompetas de los ángeles en los oídos. Claro que tú vas a oírla lo que diga por su boca, mandilón, que ya va siendo hora de que espabiles y tengas criterio. ¿No has visto esa capaza verde donde están los huevos más frescos? Ojo a las señoras que vienen con el monedero en la mano, y se saben el credo al revés. Anda, ve donde el Saúco (el padre de mi amigo) y cómprame una hilada.
- Una hilada, ¿para qué la quiere?
- Anda, te digo. Corre, arrapiezo.
Al volver yo… “mi sobrino, el chico”, estaba contando mi tío a otro vendedor. Mi tío echó la hilada en la cesta verde y luego pasó el hilo a la cesta vieja. Al rato, trayéndose de su casa en el delantal los huevos comprados, apareció la señora.
-¡Qué desprecio me ha hecho usted, señor Moresco!
- Cómo…
- Estos huevos más valen para tortaza. Tienen más año que mi abuelo.
- ¿Qué diga eso usted señora Rosa?
- Ni aunque me lo jure sobre el Pilar; le digo que yo conozco a la vista los huevos recién puestos, y que en mi casa no ha entrado ninguno que no sea del gusto de servidora.
- ¿De dónde los ha cogido mi sobrino?
- De esa capaza…
- Compruebe.
- Estos sí se ven frescos, no hay ni que verlos que lo son.
El hilo que había pasado de la capaza verde a la vieja obraba su efecto (nunca sabría yo si era magia por contagio o si una ilusión óptica) y la señora veía esos huevos más blancos que la nieve, infundiendo su color a los que mostraba ella en su delantal.
- Compruebe: son los mismos.
- El caso… decía amusgándose la señora ante los huevos de la hilada.
- Compruebe, los mismos. Está usted perdiendo vista, señora Rosa; ande, ya que está usted aquí: le regalo esta gallinita.

Regalar era verbo entendido (para mi tío y sus clientes) por vender barato.
La señora protestaba prisa de hacer otro mercado, y, como tampoco le sobrarían los dineros, se acercaba a los puestos en que, a la hora de la recogida, los comerciantes “regalaban” los tomates, las lechugas y lo perecedero a precios de saldo.


* Docente y escritor, dirige la revista literaria Ágora y la asociación cultural Taller de Arte Gramático. Ha publicado los libros de poesía La docta ignorancia, Trisagio, Libro del esplendor y Nueve para Alfeo.