Una de Toro

A veces, me levanto demasiado temprano. Me pilló aquel sábado-sabadete en Madrid: Riqui y Lea habían salido la noche anterior con dos canadienses muy guapas y seguían roncando-roncando.

Tuve que escaparme.
Hacía frío en la calle. Hacia las seis y media de la mañana y a finales de noviembre, las ciudades no son como las pintan. Son extrañas, un paseo fantasmal, seco, sin transeúntes casi; eso sí, te encuentras a todos los vagamundos durmiendo con la pata tiesa, el reparto del diario a los quioscos es digno de ver, lo otro no, ¿me indica dónde está malasaña?, no lo sé, me contestó un quiosquero joven, ¿y la latina?, me parece que es por ahí pero no estoy muy seguro.

Vi algunos bares abiertos: churros, beicon con huevos fritos, bocadillos de calamares, patatas fritas. Entré a uno que estaba en muy buena situación desde el punto de vista literario, es decir, estaba en una esquina que daba a cinco calles y desde las ventanas antiguas de madera se podía ver el ruido de fuera. Fui a la barra a ver qué ofrecían.
A ver, qué te pongo (el camarero). ¿Qué tienes caliente? (yo). Lomo o beicon.
Y… ¿no tienes toro?
¡Lomo o beicon, es que no me has oído?
Me hizo pensar dos veces. Los cuatro que había en el bar acodados a la barra y tomando café o coñac tenían sus miradas ya puestas en mí. Ponme un lomo con queso – y en ese momento reparé en la ensaladilla rusa que había en las neveras de la barra - y ponme también un poco de esa ensaladilla. El camarero me fulminó con la mirada y se puso con la faena.
Me senté a la mesa que creí que era la mejor desde el punto de vista literario, y como quería mirar a través de la ventana, tuve que darles la espalda a la gente del bar. ¿Qué quieres de beber? (oí). Me giré y me levanté: una cerveza. ¿Con hielo? No, por favor. Este por favor debió de sonarles muy mal, porque el camarero y los cuatro me fulminaron de nuevo con sus miradas. Me volví y me senté de nuevo para continuar mirando a través de los cristales de la ventana, y a los nueve segundos o así, una voz gritó: ¡la cerveza sin hielo! Me levanté y fui hacia la barra a por el refresco. Al minuto o así y mientras me ponía un poco más cómodo en la silla, gritó de nuevo la misma voz: ¡la ensaladilla! Y me levanté a por la ensaladilla.

Empecé a comer apresuradamente, pues tenía hambre, y empecé a notar en el paladar el sabor de la mayonesa, los huevos cocidos, las patatas cocidas, el atún, los guisantes, el pimiento, el queso rallado y las olivas rellenas de lata. Al rato, cuando estaba pegándole un largo trago a la cerveza, que en ese momento ya estaba lo fría que yo deseaba, oí detrás de mí: ¡el bocadillo de lomo con queso!
Me estaban jodiendo el desayuno, y como tenía bastante hambre, empecé a sulfurarme. Al cabo de unos dos minutos o así y sin que me hubiera movido del sitio, otra vez chilló el camarero: ¡el bocadillo de lomo con queso! ¡Chaval!
Al estar de espaldas a los cuatro del bar y el camarero, oí cuchicheos y máquinas tragaperras sonando. No me levanté, seguí con la ensaladilla rusa y la terminé. Pegué otro largo sorbo al refresco-fresco.

Estando ensimismado, de pronto oí la voz de una mujer más bien joven: ¡psssttt, guapetón, EL BOCADILLO!
– Pero no me giré; hice como si nada. Seguía mirando las calles y el despertar de la luz de la mañana y la poca gente que a esa hora iba de un lado para otro. Tenía hambre, esperaba ansioso el bocadillo que no acababa de caer en mi mesa. Me hundí en mis pensamientos, en la literatura, cogí el libro que estaba leyendo por esos días y lo miré con gusto, la sabiduría de las brujas, de John Giorno.

¡NIÑO, el bocadillo, que se te está enfriando el PUTO LOMO!
Al final, me tuve que levantar. Vi a la chica de los gritos. Me miró a los ojos, de frente, iba a decir algo pero no lo hice - me dio miedo - cogí el plato del lomo con queso y me lo llevé a la mesa. Di la espalda a los del bar otra vez. Comí como un niño, ahora lentamente, el lomo estaba templado, pero el queso de oveja estaba caliente y sabroso. Al terminarlo decidí si tomar café o no. Me levanté y fui a pagar. Los del bar, que ya eran siete, se me quedaron mirando de arriba abajo y se les notaba disgustados. Vino la chica a la barra, dime qué te debo, se fue para la máquina registradora, volvió, doce cincuenta. Me lo pensé dos veces otra vez, pero ya no podía salir corriendo. Toma, le pasé un billete de cincuenta.
Acababa de entrar un viejo de aspecto muy sucio, con la barba y las manos negras, pero con muy buen humor me dio los buenos días. Volvió la chica de los gritos, me devolvió el cambio, dame el tique. Me clavó la mirada y noté el dolor en su cara, la angustia, las deudas, noté a su madre y a su padre en la mirada, su infancia, su adolescencia, su matrimonio joven y fracasado. Miré el tique, la cuenta estaba bien hecha y los importes eran los correctos. Me despedí del hombre sucio y viejo que acababa de entrar. Me pidió un cigarrillo, se lo di.

Salí del bar, crucé la calle y ya estaba en la latina. Lo supe. Tenía que ser la latina. Lo era, pues pasé delante del teatro del barrio y me quedé un rato mirándolo: Teatro de la Latina. Las calles y las plazas estaban vacías. Viejitas dándose besos y los buenos días. Sol, mucho sol.

Di con la calle del toro, azarosamente, y subí las escaleras - tomé apuntes. La belleza matutina del barrio cosió con saliva mi alma. Seguí paseando, debían ser sobre las nueve o las diez, cogí la calle de Segovia y salí de allí.

Estaba dejando atrás el barrio - el bar - la gente - el bocadillo - la calle del toro.