Imperceptible

Una conversación puede llegar a ser imperceptible. Sin parecer demasiado ruidosa comienza con palabras determinantes: provocan un silencio que desmiembra las sienes. Tras ese momento aséptico aparece un vacío orgánico, profundo, que se compone de gritos sordos y mudos. Entonces llega la noche de insomnio. Los pelos se constituyen enervados e ingrávidos. Los rostros, despojados ya de humanidad, se dan la espalda entre las sábanas. Las miradas ocultan ciertos pensamientos por los que la cara contigua mataría si fuera necesario. En este bosquejo caótico las ideas se repiten constantemente. Los ojos miran a todas partes y concentran el ángulo contrario en la retina como campo de especulaciones y conjeturas. Esperan que un mínimo gesto del otro proponga un cambio ante la rutina. La esperanza a modo de resoplido expulsa las calamidades y las miserias propias porque no hay nada más importante que sobrevivir a los temperamentos. Ha caído la pasividad de ninguna palabra, de ninguna voz, de ninguna escarcha. La incertidumbre llega y cae irremediablemente como lluvia plomiza en una habitación en blanco y negro.

Voy a imaginar un ejemplo para este caso:

Andrea se dirigió a Ignacio anoche. En mi mente, se acercó tímidamente. Se sentía molesta. Supongo que le dijo en voz baja: “¿La conoces de algo? ¿la has visto antes?” Desde hacía unos minutos la chica del escenario arrojaba aIgnacio palabras parecidas al sexo. María Migliónico lo miraba de forma zurda, respiraba con profundidad. Las butacas del teatro no les aislaban de otros ojos críticos alrededor. Ignacio, ante la pregunta, respondió incomodo: “No”. A partir de ahí no quiso establecer ningún tipo de comunicación. Sin embargo dejó de mover repetitivamente la pierna que martilleaba el suelo, casi al límite de lo zafio.

Antes de terminar ese tintineo, Andrea había contemplado sus movimientos. Observó con detenimiento como trataba de ocultar la respiración bochornosa de su pecho. Detectó, al mismo tiempo, que miraba hacia la chica de una forma familiar. Por eso tuvo que adelantar los movimientos de la nariz tratando de encontrar un olor, tal vez un perfume, una esencia corporal que hubiera percibido antes. Como animal de la tundra regresaba a los instintos. “Mío, solo mío” —pensaba en esos momentos—. Caía tibia y aguada ante la intuición sobrenatural: le guiaba entre sus intrigas y sospechas. “Esa hija de puta lo está mirando y el cabrón de mierda tiembla como un adolescente. Habrán follado, lo sé”, —ocultaba en silencio—. El paradigma de María en el escenario resultó un esfuerzo terrible porque miraba entre palabra y palabra exótica, entre consonante próxima a una equis y punto suspensivo.

El público próximo intentaba no recabar de ellos más de lo necesario, ni aún cuando Andrea lo miraba con desprecio. La representación de Diógenes Obsesivo resultaba todavía interesante. Los actores sobre el escenario, envueltos en el regocijo de su primera actuación, deambulaban rápidamente de un lado al otro. Un enorme zurrón en el centro representaba la escena: los jóvenes pensadores hacían preguntas sin parar. Diógenes se levantaba y se marchaba dejándolos con la palabra en la boca. El proscenio se llenaba entonces de espectadores que afinaban la mirada. No obstante el sabio desaparecía y apenas quedaba una prueba de conversación. Salvo por María Migliónico nadie diría que aquella obra constaba de algo más que rabia, introspección. Salía valiente y enervada cada vez que el actor principal penetraba en sí mismo. Ante la multitud en duda pronunciaba unos poemas clásicos llenos de intenciones.

Al borde de lo insoportable, Ignacio se levantó rápidamente de la butaca y cogió del brazo a Andrea. Las miradas punzantes que ella le arrojaba formaban un rifirrafe con sus rostros. Apropiadamente ella aceptó ir al coche en silencio, como recurso. Aún esperaba, tal vía expiatoria, que él le pidiera disculpas por algo que esperaba que no hubiera ocurrido. En ese estado de pánico y turba estuvieron sin hablarse todo el trayecto a casa. Ella llegaba a la obsesión interior: “está enamorado de ella, se ven a escondidas”. Ignacio movía la cabeza esperando algo parecido a la dignidad. Mantenía su semblante cabizbajo a modo de protesta.

Ante tanta inconsistencia se fueron a la cama sin cenar. Cambiaron las ropas mientras se veían desnudos y apenas con un vaso de agua. Se apostaron cerca y enemistados, como un zapato roído junto a la lejía. “Lo odio, lo odio, ¿por qué ha tenido que engañarme?” —pensaba —. Era un hecho cualitativo que Andrea estaba entrando en estado de shock y elegía cualquier quejido o quebranto para transmitir algún mensaje. De la misma manera, entre gestos, utilizaba también la insinuación y la ironía como medios de ataque. Quería provocar una reacción: un arranque de verdad propia de una estrategia psicológica. Trataba de extraer algún tipo de confesión zurda o tal vez una comprobación: la alegría de estar equivocada. Realizaba ciertos suspiros sutiles, centralizados, fundamentados, litúrgicos. Con todo esto, al menos, se habían ahorrado unos insultos. El silencio le daría la virtud clásica del conocimiento.

Una conversación puede llegar a ser imperceptible. —Mantengo—. Cuando se alcanza el silencio parece extraño cualquier tipo de encuentro. Sin embargo existe un deseo interior de acabar lo empezado. Por eso, como fuste imperceptible, surgen algunos ademanes zurdos. Todos los ojos se buscan entre escusas y suspiros —también entre pulsiones— porque ya va siendo hora de acabar la batalla.

En mi mente, todavía, Ignacio la miraba por momentos. Ya no podía ser peor. Los sudores le untaban todo el cuerpo. Como unción premeditaba anunciaba un cambio en su vida. Debía hacer algo con esa mujer que sollozaba y seguiría sollozando en noches similares a esta. Sentía un terrible abatimiento que ya no salvaba con su ego. Tenía que corresponder a las lágrimas que le sabían terriblemente a pregunta. Giró hacia ella en un movimiento rápido y la observó: sintió en su interior algo parecido a la compasión. Encontró también cierta nostalgia por los años que habían compartido juntos. La miraba lentamente, con detenimiento. Andreaestaba cerca de la ventana, apenas se escuchaban los ruidos de la mañana: algunos niños entre risas, un vehículo con prisas. La cuidad demoníaca comenzaba a resurgir del silencio. Muy a lo lejos, como testigo fiel de la naturaleza, un perro aullaba, dejaba un estruendo maravilloso.

Tras una noche de silencios, largas horas de pensamientos bañados en un sudor como palabras imperceptibles, la cogió del hombro y le dijo:

—He decidido volver con mi mujer.

* Diplomado en Relaciones laborales, en la actualidad estudia el segundo ciclo de Filosofía. Tiene también formación cinematográfica y literaria y experiencia profesional como redactor y guionista. Publicaciones: A cuento de Almería, Almería: autores del crimen, Déjame salir, Colección de relatos de Oria, Los chicos feos también quieren bailar, Agenda mágica literaria y cuéntanos tu mensaje.