Jesús y Poncio

En la ciudad era espantándome estaba ladinamente así que nadé en cruz sin rumbo preciso desde la mar bella y llegué a una isla enseguida loca locura loco de mí mismo la humanidad los animales la naturaleza en sí misma traté de superarlo con valor el valor que no topaba en ningún espacio por lo que tuve que buscarlo en terceras partes.

La cala más hermosa de la isla: me indicaron una en el noroeste, la cala del duende. Para llegar anduve por una carretera sin saber hasta que alguien una chica de unos treinta y tantos me recogió en coche me acompañó y me llevó hasta donde yo debía llegar. Le pregunté por qué me había recogido y me contestó que me había conocido en una vida pasada. Nos enfrentamos al pasado y era cierto, coincidimos en un encuentro ya borrado de mi memoria. Nos habíamos reconocido en otro cuento.

Me dejó en el volante de un monte que moría muy cerca de la cala del duende: el monte abrasaba de julio y aire puro ese verano. Llené mis pulmones con impulso y pura la naturaleza. Monté la tienda de campaña. Oí a los pájaros trinar.

Ten fe, me dije.

Tuve que bajar del monte para conocer la cala del mar refrescarme en sus aguas frías. Los peces alrededor mío. En elaborar pensé un arpón para poder pescar y comer algo más tarde, pues conmigo no había más que pan, dátiles y restos de frutos secos.
De vuelta al monte aparecía la tarde como un espantajo espiritual. Conocí a un par de muchachos que como yo habían plantado sus tiendas de campaña en el monte y parecían buenos amigos: Jesús, de aire espiritual, y Poncio, de aspecto más gracioso.
Poco después de conocernos y orientar hacia nuestras tiendas reparamos en que estábamos cerca en las proximidades del mismo monte. Nuestras tiendas asombrosamente próximas entre sí. Empezaba a declinar el sol, así que convinimos en vernos antes de que anocheciera para preparar algo de cenar.

Jesús y Poncio pasaron a buscarme y me llevaron a un lugar más seco donde lo tenían todo preparado para una hoguera. Así fue como empezó el fuego y enseguida estábamos compartiendo pan pimientos verdes cebollas y un poco de salami que Jesús había conseguido en un mercado próximo al monte. El salami hizo su obra en el paladar y me proporcionó el grado de acidez que necesitaba en el estómago. Después hablamos un poco sobre nuestras vidas y luego nos despedimos: Cuando quise reconocerme en aquel lugar, el sueño ya me había poseído.

Al día siguiente me despertaron las gallinas. Extraño, gallinas salvajes de monte, pero luego explorando el lugar descubrí que no muy lejos había una casa de campo inmaculada como el sol que abría la mañana. Bajé a la playa a darme un baño y de regreso conocí a una mujer mayor que era la dueña de aquella casa de campo. Me ofreció entrar y me roció con agua. Bebí de aquel agua, mientras Isabel me preparaba unas rebanadas de pan de campo con aceite. Comimos juntos y conversamos tomando café me relató que era viuda y que vivía sola en aquel lugar desde que su marido palmó, hacía ya 26 años. Era una mujer entrada en años, de facciones bellas y cuerpo robusto sin llegar a ser fuerte. Me mostró las gallinas los gallos el burro los gatos los perros, estos últimos no me los enseñó sino que se fueron cruzando a nuestro paso por las inmediaciones de aquella casa blanca que para mí se ofrecía como un misterio seductor.

Después volví al monte pues necesitaba iniciar las imaginaciones mías: Me emplacé sobre la estera y ojeando unos cuentos andalusíes me transportaron a otros mundos y a otras vivencias / se apoderaron de mí toda la tarde los sucesos. Por la noche vinieron a visitarme Jesús y Poncio con dos amigas y bajamos a la playa y allí pasamos la noche borrachos y terminamos durmiéndola acurrucados sobre la arena.

Al día siguiente más que la luz del sol me despertó la quemazón de sus rayos sobre mi espalda. Me encontraba batido, así que fui a refrescarme al mar y enseguida pensé en el arpón otra vez y volví al monte. Fui a visitar a la señora mayor de la casa de campo quien me prestó una navaja con la cual pude afilar una rama que tras buscar encontré y con la cual después tuve que ingeniármelas para pescar a pesar de mi torpeza y de mi desconocimiento sobre cómo hacerlo. Tras varias horas sin pescar me desesperé, pero pronto reparé en que no muy lejos mío había un señor, que como yo, pescaba con arpón. Fui hacia él y rápidamente me enseñó la técnica sobre cómo hacerlo, una técnica que fui perfeccionando y que me convirtió luego en un hábil creador afortunado. Aquel señor era un suizo que se llamaba Michel y que también tenía tienda de campaña en el mismo monte, pero él estaba en un lugar que distaba de la mía. Por la noche preparamos juntos una hoguera y comimos el pescado que tan venturosamente habíamos capturado aquel día y lo comimos con patatas asadas y un poco de vino tinto. Fue una de las mejores cenas que había probado en la vida. Me prestó una estera de paja y dormí allí mismo a la intemperie, aunque al día siguiente no me levanté tan feliz pues tenía picaduras de hormigas rojas por todas partes.

Era el tercer día de mi estancia en aquel lugar. Quise reconocer la isla a través, así que me dirigí a pie de carretera y tras una zanja caminata tomé un bus que me transportó hacia el este.

Al descender del bus enseguida me topé con un hombrecillo que llevaba a cuestas un puerco muerto. Como yo me dirigía hacia ningún lugar y necesitaba hablar, opté por acompañarlo un trecho del camino. Se dirigía a su casa. Él optó por el silencio, pero me miraba y sonreía, así que entendí que le caía simpático. Entramos en un camino que nos llevó hacia un bosque de pinos y luego se bifurcaba en tres. Me hizo un gesto muy expresivo con la cabeza que indicaba que le siguiera. El cerdo degollado me llamaba desde su interior. Llegamos a una casa de piedra recubierta de cal y me dijo que pasara. Allí estaban su señora y su hermano. Pusieron enseguida al marrano encima de una mesa, sacaron un cuchillo grave y unos utensilios y se dispusieron a descuartizar al cerdo. Lo dejaron en un abrir y cerrar de ojos limpio. Era mediodía y yo no había comido nada desde la noche anterior. Se dispusieron a preparar fuego en una barbacoa de piedra en muy otra parte de la casa y sazonaron el cerdo. Comimos con un apetito voraz. Cerdo con arroz cocido, cebolla, pimientos rojos asados y pan de campo. Ajo. Un poco de vino tinto y enseguida me vino el sueño. Quedé adormecido plácidamente sobre la hierba y cuando desperté no había nadie en la casa.

Al rato llegó una chica de veintipocos años y tras despertarme se sentó a mi lado. Me dio veneno / yo lo sabía perfectamente y lo bebí hasta la última gota. De lo que sucedió después no recuerdo nada, sólo sé que era otro día y que me encontraba durmiendo en una ribera. Me bañé dulcemente. Era un hombre afortunado pero enseguida sentí un miedo horrible y una impotencia abrumadora. Al salir a secarme me picó un escorpión - lo vi claramente alejarse con su enorme pico en alto pero murió de camino a su guarida. El dolor que sentí fue terrible. Aún así, resistí y me enfrenté a mi propia muerte. Viví.

Fue una casualidad tremenda que al rato aparecieran por allí Jesús y Poncio. Discutían sobre el reparto de un dinero. Jesús era masajista, tenía cara de buena persona y siempre contaba sus historias con las más dispares mujeres. Estaba casado por conveniencia, pero eso no le prohibía relacionarse con otras hembras: era un calavera. En cambio Poncio era más codicioso. Ansiaba todo el rato hablar de mujeres, pero se le veía que no tenía mucha maña para acabar entre las piernas de alguna desgraciada. A pesar de esto, entre los dos me curaron la herida del escorpión. Fue un milagro, debo reconocerlo, y luego empezaron con la historia del pan y los peces, pero como yo ya me la sabía, los dejé allí y me dirigí hacia otra esfera.

Subiendo una colina llegué a un lugar extraordinario - aunque yo sabía que era una creencia popular eso de la magia - donde había una cabaña. De allí salió un señor muy mayor con un taparrabos y me ofreció sentarme a su lado. Accedí. Sacó agua y me dio de beber. Luego me contó su historia personal, de cómo renunció a su vida de delfín para convertirse en pobre. Según me contó, antes de cumplir los veinte años y tras haber trabajado en una fábrica textil en Holanda, se dio cuenta de que copiando los modelos sobre los que se trabajaba allí y robando las telas mediante el soborno de algunos empleados de la fábrica, podía confeccionar en su pequeño taller ropas de exactas características. Y eso fue lo que hizo, fusilarlas y venderlas luego a un mejor precio. Enseguida empezó a hacer una fortuna que él mismo no se esperaba y se convirtió al cabo de pocos años en una persona próspera y poderosa.
Con el tiempo e influenciado por su temprana edad y por unos impulsos negativos que no supo decirme de donde habían salido, empezó a beber, a salir con rameras y acabó enredándose. Se quedó sin dinero tan rápidamente como del mismo modo tan rápidamente había acumulado una gran fortuna. Para no seguir más con aquella vida que en el fondo no deseaba, vendió todo lo poco que le quedaba, los restos de sus negocios, y se echó a la mar en un barco mercante para acabar en esta isla. Después se convertiría en pobre por amor propio y desde entonces vive en la cueva que muy afectuosamente me mostró, donde no había más que una cama (una esterilla más bien), cuatro o cinco harapos que ponerse y de los cuales protegerse del frío - me aseguró que los había confeccionado él mismo con la piel de los animales que él mismo cazaba - y un par de cuencos de madera que parecía que hubieran sido cocos en otro tiempo. Al contarme este breve relato pensé que ya había tenido suficiente y volví a un camino que me llevaría a otro terreno.

Otro día Michel y un amigo suyo me enseñaron a fabricar barcos hechos a partir de caña y pieles de animales y como debía aplicarles el betún, la prueba del agua, y también me enseñaron a elaborar remos de madera.

Jesús con su semblante apacible me enseñó algo de agricultura: el riego y el uso de canales y los depósitos de agua. Me explicó cómo con el uso de los canales, los granjeros irrigaban sus campos y entonces drenaban el agua. Luego como arar, gradar y rastrillar la tierra, revolviéndola con una azada antes de la siembra.

Poncio en cambio me enseñó a fabricar una rueda y a mirar a ojo desnudo los cinco planetas de un sistema solar que él mismo había ideado. Me inició en un sistema numérico que según él era más preciso que el que yo conocía, pues me explicó que los relojes y calendarios de ese sistema funcionaban a la perfección, como la rueda que ya te expliqué antes, me dijo. También me habló de un nuevo sistema legal y administrativo y de cómo iba a inventar un nuevo sistema de escritura. Iba a crear asimismo escuelas, bibliotecas y hasta nuevas clases sociales, y muy probablemente una nueva religión con su sistema lógico y todo: y un sistema militar incluido.
Me cansé de los sistemas de Poncio, de Jesús y de la isla. Me arrebató un remolino y me abandonó en la mar bella, lejos de aquella fantasía en aquella otra quimera.