Cuarenta

De regreso del trabajo, al entrar en su casa, le pareció que algo había cambiado. Se detuvo un instante y miró atentamente a su alrededor. Todo parecía estar en su lugar así que, con esa incertidumbre, continuó con su rutina de llegada: el abrigo en el perchero, el bolso en el aparador y la obligada visita al baño. Hizo pis, se lavó las manos y la cara. Le gustaba lavarse la cara cuando regresaba de la calle, le daba una sensación de alivio, de renovación. El frío del agua en el rostro le produjo un repentido estremecimiento. Al levantar la cara del lavatorio quedó enfrentado al espejo. Se miró extrañado y, como si el reloj del tiempo hubiese retrocedido, revivió cierto día de su niñez, a los cuatro o cinco años, cuando también frente al espejo, había intentado imaginar su rostro de adulto. De seguro no tendría barba ni bigote, no le gustaba. Lo recordaría en el futuro para mantenerse bien afeitado. Pero ahora ya podía ver esa cara que acusaba el paso del tiempo; la barba entrecana, el bigote ralo en el centro (mezcla rara de Emiliano Zapata y Confucio), la nariz prominente, el cútiz curtido, los poros abiertos, las ojeras marcadas por el cansancio, el gesto duro, la mirada torva. Se llevó las manos a la cara y recorrió el rostro con los dedos. Siguió mirándose absorto y en silencio. Desde aquel día al presente no podrían haber pasado más que unos pocos días... Miró su entrecejo marcado, sus cejas aún finas, las marcas de la frente, las pronunciadas entradas al cuero cabelludo, el pelo castaño y lacio, aún abundante. Así fue como el niño pudo satisfacer su curiosidad de ver su rostro adulto. Estaba un poco desilusionado, pero no cabía duda de que era él. Entonces sacó la lengua, frunció el ceño, mostró los dientes como una fiera y gesticuló tensionando todos los músculos de la cara. Otras muecas cedieron el paso a los sonidos. Aprisionó aire en los cachetes y los hizo vibrar lanzándolo lentamente, hizo sopapa con la lengua aplicándola y retirándola repetidamente contra el lado interno del labio inferior, hizo el típico tloc-tloc-tloc-tloc que imita el trote de un caballo, produjo unos sonidos rasposos y graves desde la garganta y con la boca cerrada, y de la misma forma, una risa apagada y aguda, y otros sonidos de lo más extraños. Con orgullosa destreza acababa de ejecutar su exclusiva colección de ruiditos, ¿cuánto tiempo había pasado sin hacerlos? Se miró seria y largamente en el espejo y el niño desapareció. Volvió a lavarse la cara como para regresar a la realidad, se secó y salió del cuarto de baño. Fue entonces cuando tuvo la visión: se vió a sí mismo como a un niño de unos cuatro años que corría hacia él con la sonrisa más hermosa que recordara haber visto. Lo seguía una preciosa niña, un poco más grande, de rasgos delicados, que se acercaba con los brazos abiertos. Tras ellos, una hermosa mujer lo miraba con ternura y sonreía alegremente. Se puso en cuclillas para recibir a los niños y los cuatro se fundieron en un abrazo de caricias y besos. Entonces escuchó:
- ¡Feliz cumpleaños papá! - ¡Felices cuarenta mi amor!.

* Estudió diseño gráfico y arquitectura y después de varios empleos se inició en la fotografía trabajando como productor y como director de arte, continuando como fotógrafo independiente. Pero su verdadero interés es la fotografía documental. Ha realizado varias curadurías de exposiciones fotográficas para diversos fotógrafos y es miembro fundador del grupo fotográfico Café Porteño. Ha dictado seminarios sobre imagen corporativa, branding y lenguaje fotográfico. Blog.